miércoles, 30 de septiembre de 2015

La profecía de la emigración planetaria

Stephen Hawking pronunció en este periódico una frase sencilla, evidente y aterradora: “La supervivencia de la raza humana dependerá de su capacidad para encontrar nuevos hogares en otros lugares del universo, pues el riesgo de que un desastre destruya la Tierra es cada vez mayor”. Es evidente porque el planeta tiene una capacidad limitada de recursos (alimentos, energía) y no está claro que la rentabilidad tecnológica vaya a progresar con más velocidad que la lógica malthusiana. El economista Kenneth Boulding acuñó el término “nave espacial Tierra” para explicar el carácter restringido del recinto en el que vive la especie. Es sencilla porque expone al mismo tiempo el problema y la solución —el universo es una fuente inagotable de energía, metales y minerales, como saben los astrofísicos y los aficionados a la ciencia ficción—; y es aterradora porque sitúa a los habitantes del planeta ante el vértigo de un destino lejano, pero inapelable. En Interstellar, la última y ninguneada película de Christopher Nolan, aparecía esta idea resumida desde el póster: “La humanidad nació en la Tierra, pero no está destinada a morir en ella”. El mensaje, similar al de Hawking, estaba hilvanado con un argumento verosímil: la población mundial languidece en una lenta extinción, asfixiada por gigantescas tormentas de polvo y una maligna degradación de la producción agrícola. La solución está en migrar a otros planetas similares y lejanos. La ideología del filme, no obstante, es esquinada y peligrosa. Al declarar que la esencia de la naturaleza humana es conquistadora y expansiva, Interstellar exime al hombre, por mor del imperativo biológico, de su responsabilidad con el planeta y dibuja un futuro depredador: habitar un planeta, explotarlo hasta la extenuación y ocupar el siguiente. Un grupo de físicos, astrofísicos y literatos especuló, ya desde mediados de los sesenta, con la idea del universo como un espacio que puede ser colonizado y explotado. Carl Sagan, Fred Hoyle, Freeman Dyson y Arthur C. Clarke aplicaron su fértil imaginación (The Sentinel, matriz de 2001, A Space Odissey, nació de una de esas tormentas de ideas) para diseñar una economía interplanetaria en la que es posible generar atmósfera en Marte para que sea habitable, terraformar mediante ingeniería planetas y planetoides o explotar los recursos del sistema solar. La tecnología nos hará mercaderes del espacio. Hawking hoy, como antes Sagan o Clarke, columbran un futuro muy lejano, pero para ellos ineluctable y despiadado. Ahora bien, a corto plazo la explotación del espacio inmediato es inalcanzable para la economía global. No hay cálculos exactos, pero un flujo rentable de viajes espaciales requiere aumentos del PIB mundial superiores al menos en un 20% al actual; convertir ese flujo en intercambio económico exigiría una acumulación de capital muy superior a ese 20% añadido. La guerra de las galaxias será un conflicto de recalificación de terrenos en Marte, de buscadores de metales contra colonias agrícolas en Io o de paneles solares frente a extracción de gas en Mercurio; o sea, de acumulación y rentabilidad del capital. No sabemos otra cosa.

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Enrique Mercedes
Administrador